Por Ernesto Meccia | Todavía hoy la idea de la sexualidad en la vejez causa pavor, desconfianza o silencio nervioso. Mucho más si esa...
Al buscador de imágenes, el paso del tiempo le llama la atención, casi lo obsesiona. Es motivo frecuente cuando se pone a escribir. Cuando no puede dormir, se levanta e inicia una actividad que le da mucho placer. Enciende la computadora y se queda anclado en Google. Se pone a buscar imágenes de viejos putos. No le importa que sean fotos, pinturas o dibujos, con alta o baja definición. Quiere ver viejos putos. Pero no queda conforme con las imágenes que encuentra. Aparecen viejos con sonrisas de mesa familiar de domingo, bien empilchados, que posan tomados de la mano, o con la mano en el hombro, o en posición de piquito inminente. Siempre están acompañados. Basta con pinchar la foto para enterarse que son pareja (o matrimonio) a través de un relato casi épico. Los lugares suelen ser confortables: livings de casas burguesas o escenarios bucólicos como bosques por donde se filtra el sol, o amplios parques donde el verde esperanza inunda las imágenes de dos seres homosexuales en el ocaso de la vida. Cuando busca viejas lesbianas pasa lo mismo: encuentra viejitas lindas y bien vestidas que sonríen y se hacen compañía.
El nacimiento de esta obsesión por la vejez, se vincula por un lado con la cinefilia. El cine clásico le ofreció, lo educó, le legó imágenes de la vejez homosexual que siempre le resultaronun tanto patéticas. No le gustaba ese espejo. Pero el interés principal por encontrar fotos de “viejos-putos-solos” reside en el hecho de que él ama la soledad. Nunca tuvo nada parecido a una pareja y quiere seguir así hasta que las velas no ardan. Pero se enfrenta desde siempre a un problema: nada le cuesta más que convencer a la gente (gay y no-gay) de que se puede estar bien así. Lo importante para él es la autonomía, no la compañía. ¿Por qué no hay fotos de viejos solos en ese banco de imágenes del mundo que es Internet? ¿Por qué los ancianos sin marido no aparecen con menos ropa, con sonrisas de tipo sexual, con brazaletes de cuero, con arnés, con mirada de cazador, o rodeados de muchachos para testimoniar que prefieren la fratría como forma de periódica de compañía? ¿Por qué no aparecen en sitios donde nunca arrima el sol?
Qué limitada es la representación en Google, concluye. Pero, en realidad, mucho no le importa. Sabe que el domingo cuando vaya al sauna, podrá encontrarse en vivo y en directo con todo lo que no encuentra en la web. Y mucho más. El buscador de imágenes también es un buscador de cuerpos. De olores, de sensaciones, de miradas.
Tiene rango de leyenda creciente un sauna sito en la ciudad de Buenos Aires. Es el club de sexo más hospitalario de edades y de corporalidades de Argentina. Realmente, una postal nueva en la galaxia de la joda gay. Homo Sapiens está situado en el barrio de Almagro. A diferencia de otros saunas o dark rooms que están en el centro, pareciera no ser de especial atractivo para el turismo internacional, aunque sí asisten visitantes de las provincias y de los países vecinos. Respecto de la composición social de los habitués se nota otra diferencia con respecto a aquellos: aquí se congrega gente de todas las clases sociales. Basta con ponerse a hablar. El buscador de imágenes recuerda, entre los más viejos, haber conversado con señorones arquitectos con casaquinta, docentes a punto de jubilarse, peluqueros de toda la vida, enfermeros, ex transformistas de viejos cabarets, empleados bancarios y empleados estatales, varios de ellos con la jubilación mínima. Entre los más jóvenes hay muchachitos que trabajan de seguridad, electricistas, empleados de albañil, cajeros de una conocida cadena de supermercados francesa, docentes de todos los niveles educativos, y varios desocupados.
El precio de la entrada es menor al de la mayoría de las cadenas de cine, factor clave para que los domingos por la tarde –literalmente– el lugar se llene y cerca de las 17, durante la primera quincena del mes, haya que hacer cola para entrar.
El buscador de imágenes, de cuerpos, de relatos es un busca en el más esperanzado sentido de la palabra. Suele sentarse y pensar la edad de cada una de las personas con toallita que desfilan delante suyo: las edades van desde los 25 a los 80 años y el promedio debe ser un poquito inferior a los 55, aunque a veces piensa que puede estar cerca de 60, ya que hace sus cuentas desparramado en los sofás del segundo piso, al que varios asistentes no se aventuran por las limitaciones físicas propias de la edad (bastante esfuerzo hacen para llegar hasta el primero, donde están los toalleros y los lockers). Ayer, para asegurarse de los números, se acercó a un conocido suyo de los años 90: él se inclinaba por el promedio superior. “Imaginate… si yo tengo 55…”.
Observo las corporalidades: señores sesentones que ostentan canas en hermosos pectorales aún trabajados en el gimnasio, conviven con señores de tetas caídas con cotizados pezones y panzas orgullosas reacias a encontrar límites; muchachos con espaldas aún esbeltas se cruzan con espaldas arqueadas, un tanto jorobadas; locas que entran raudamente en la zona más hot del lugar llegan más rápido que otras contemporáneas que tienen más ganas pero que necesitan agarrarse de la baranda de la escalera, subiendo trabajosamente escalón por escalón.
Y también, observando a esas personas, es imposible no ver cicatrices, várices y rengueras, signos de que el tiempo no para y ya expuso a esos cuerpos a sucesivos problemas de salud que, a propósito, suelen ser animados temas de conversación en el espléndido bar de la planta baja.
Quienes gustan tener sexo lejos de la suavidad de las sábanas y fuera de su casa seguro notarán la singularidad: nunca existió un lugar como este, donde los mayores de todo tipo son amplia mayoría. ¿Cómo se convirtió en eso? Es una buena pregunta que hace pensar en los profundos cambios que atraviesan las comunidades homosexuales.
A veces percibo que hay que pensar todo de nuevo. Eso me excita como sociólogo. Me encanta que la realidad ponga en jaque algunos argumentos que elaboró en y para otro tiempo.
El lugar tiene una forma rectangular profunda y se esparce en tres plantas que ofrecen múltiples posibilidades que los viejos, los mayores y los muchachitos saben combinar: desde el sexo (solitario, de a dos, o en grupo, en la luz o en la oscuridad), pasando por la sociabilidad conversacional de los pasillos, los sofás o el bar, incluyendo una terraza para mostrar las arrugas al sol y, por supuesto, el sauna propiamente dicho (húmedo y seco), paradojalmente, el lugar menos usado porque es el menos promisorio en términos de acción sexual.
Para dar con la escalera que lleva al primer piso, los clientes deben pasar por el bar que se extiende largamente desde un espeso telón de entrada (que vuelve invisible al puticlub desde la calle) hasta una pantalla gigante, donde los domingos se ve fútbol. A la izquierda, en una sola fila, están las mesas, y a la derecha la barra. En el trayecto se pueden observar varias escenas. Parecen mundos dentro de ese mundo.
Por ejemplo, hay un grupo “consolidado” de cuatro o cinco viejos que cultiva un repertorio de cantantes españolas, onda flamenco. Cantan y bailan. Quien entra puede ser destinatario de algún que otro piropo o algún gesto de deferencia. Tienen la re onda. Un día, uno de ellos (no usaba toalla, estaba en suspensor) se acercó, llevó una rodilla al piso, besó la mano del buscador, y le dijo, con voz de alcohol: “Bienvenido, mi rey. ¿Vas a bajar a tomar algo después?”. En la mesa siguiente se puede armar una tertulia algo más social, la sospecha se relaciona con que en la mesa no hay alcohol y sí, café, anteojos y el diario de más tirada de Argentina. Otro mesa aloja una escena romántica: dos viejos, o un viejo y un muchachito (cerveza o champagne en el medio) festejando el amor de una tarde, haciéndose mutuamente reportajes de recién conocidos, ideales para decir esas mentiras que gustan y no hacen daño. También alguna que otra promesa y, creo, alguna que otra transacción más mundana. Otra mesa reúne a señores conocidos de ahí adentro con una finalidad informativa: el bar, al ser la única forma de entrada, es un buen mirador para ver la gente que entra, activar las fantasías y, luego, buscar sobre alguna base segura en los pisos superiores, donde la luz es escasa. Comparativamente, los integrantes de esas mes as hablan menos. Aunque pocas, también hay mesas unipersonales con muchachos jóvenes sin más compañía que la Notebook o sus celulares. Salvo cuando irrumpen los sonidos flamencos (que igual se agradecen), en el bar existe un delicioso tono medio de conversación. Parece mentira que exista el mundo afuera.
En el primer piso están los toalleros, quienes entregan la llave de un locker, las toallas y las ojotas. Llega el momento en que hay que despojarse de la ropa civil y prepararse para la aventura de la desfiguración. Hay diferencias en los preparativos entre los muchachos jóvenes, los mayores, y los viejos. Los primeros, casi sin excepción, usan las ojotas que les dio el toallero. Los otros no, desconfían: como en algunas zonas el piso está mojado, temen resbalar y caer, y vienen de sus casas provistos con sus propias ojotas o esas zapatillas de plástico con tirita en el talón que tienen agujeros en la parte superior. En realidad, son precavidos mucho más que respecto de una posible caída. Vienen con más provisiones. Se los puede ver abandonar los lockers y salir hacia la aventura con una riñonera que, a veces colocan convencionalmente por encima de la cintura, y otras veces convierten en una módica cartera que cuelgan de los hombros. El cronista no ha llegado a ver qué llevan adentro aunque estima, a juzgar por el bulto, que la provisión ha de ser variada y no convencional porque una vez le convidaron poppers.
Ya con el torso al descubierto y rumbo a la aventura, en el camino se van produciendo reencuentros entre los habitués, que suelen estar codificados. Por ejemplo, Carlos, un cantante de tangos de aquellos, estupendo a sus setenta y tantos, me da la bienvenida con alguna imitación de Susana Rinaldi, en la que enfatiza sus gestos de por sí grandilocuentes. Nos quedamos hablando como podemos porque otros saludos igual de efusivos interrumpen la conversación. O puede suceder que Roberto, un muchacho muy mayor (si es que logra reconocerme) diga con voz altisonante: “¡¿Qué sabes tú lo que representa un vestido nuevo para una muchacha?”! Es petisito, tiene el cabello níveo. Hace gestos parecidos a la actriz que preguntaba “¡¿Adónde está mi amiga?!”en “Esperando la carroza” aunque en realidad, imita a Mecha Ortiz en “Las furias”. El buscador de imágenes se derrite con la escena, el viejo divino se le acerca, le da un beso y dice: “¿Cómo te va, querido?” (Roberto suele integrar el grupo flamenco). Y seguro que en el camino también aparece una pareja de muchachos más jóvenes -habitués sarmientinos, macanudísimos- que siempre felicitan al buscador cuando aparece en el Suplemento SOY o le preguntan extrañados por qué no salió algo suyo cuando algún acontecimiento sacudió la agenda gay. Y también otro señor de lo más coqueto, con una piel envidiable, siempre con el color justo del cabello, que también le pregunta por el suplemento. Recuerdo que un día me cruzó, me pidió que lo espere, fue al locker y me trajo de regalo el DVD de “Querelle de Brest”.
Llegado un momento se terminan los saludos. Algo empieza a suceder, los cuerpos empiezan a sentir un irresistible tropismo. Más temprano que tarde todos terminan en el epicentro del sauna que se encuentra en el segundo piso. Se trata de dos cuartos contiguos en los que prima el sexo en público y en uno de ellos una oscuridad casi total. Allí ocurre algo difícil de explicar: muchos se convierten en desconocidos y, al mismo tiempo, muchos se comportan como si fueran conocidos. Es como si se entrara en otra dimensión, en una burbuja donde los atributos individuales (eso que nos hace distinguibles) empezaran a declinar y comenzara a primar algo más básico y desfigurado; algo más colaborativo que estaba no tan en el fondo de los asistentes. Entonces las cosas resbalan y fluyen. Y la nave va.
Los viejos putos permanecen, parecen estar a la espera. El cuarto más oscuro es casi un cuadrado que tiene asientos colectivos que ocupan tres de los cuatro lados. Sentados allí parecen espectadores que aguardan el inicio del espectáculo que está por comenzar en ese escenario que está a ras del suelo. El silencio y la oscuridad inflan la expectación.
Cada tanto aparece un chongo que parte la tierra: glúteos de mármol, pelambre simétrica, hombros de marinero (con tatuaje incluido), pelado, un tanto gordito, macizo. Aún en la oscuridad es posible divisarlo por la luminosidad de la pelada. Todos se encienden, pero los viejos particularmente. Algunos se levantan de la platea porque quieren ser parte del espectáculo. Se acercan y meten mano. A veces el coloso las retira. Entonces vuelven a sentarse y recuperan la condición de espectadores. El buscador se pregunta cuánto podrán ver más allá del brillo de la pelada. Cree que poco. Sin embargo siguen con la mirada clavada en ese magma de cuerpos imantados por el gladiador. Tal vez -piensa- ese magma funciona como una pantalla que les sirve para recordar otras escenas que sí los tuvieron como protagonistas cuando eran jóvenes. Seguro que algunos fueron igual de bellos.
Un espectáculo de direccionalidad inversa es otra posibilidad: pueden verse a los muchachitos merodeando a los mayores. El ritual del cortejo, en ocasiones, dura más de lo que quisieran los interesados. Se estima que el problema es visual: los viejos –literal– no ven a los pendejos que andan detrás de ellos perforándolos con los ojos. Y ello sucede porque dejan los anteojos en el locker. Por lo tanto, a los pendejos se les hace necesario pasar a la acción más directa: deslizar la mano encima de la toalla. Un día, el buscador salió del lugar con una imagen de película: un cotizado muchachito que nunca se sacaba las medias de futbolista, descansaba luego del encuentro de los cuerpos, acurrucado en el pecho peludo de un viejo, haciéndole rulitos con el dedo.
Qué pena cerrar esta crónica. Hace más de diez años, Raúl (un entrevistado) le confesó al buscador de imágenes que la vejez gay significaba para él el coming-in (sic). Sentía que el peso del juvenilismo de la cultura gay y la ideología social del viejismo lo obligaban a enclaustrarse en su casa. Probablemente quienes lleven décadas de visitas a los antros gays inaugurados desde la reapertura democrática (saunas, dark-rooms, cines porno) coincidan en pensar que el testimonio de Raúl representaba una cuota grande verdad relativa a la realidad social de los viejos homosexuales. En esos lugares no se los veía o eran notoria minoría.
A contrapelo, el lugar que el buscador describió recién, insiste para que se lo vea como una auténtica “contra-cara” y como una forma de disidencia corporal y sexual que desafía afianzadas zonas confortables del pensamiento.
SI NO SAUNA HOY, SAUNARÉ MAÑANA
Qué limitada es la representación en Google, concluye. Pero, en realidad, mucho no le importa. Sabe que el domingo cuando vaya al sauna, podrá encontrarse en vivo y en directo con todo lo que no encuentra en la web. Y mucho más. El buscador de imágenes también es un buscador de cuerpos. De olores, de sensaciones, de miradas.
Tiene rango de leyenda creciente un sauna sito en la ciudad de Buenos Aires. Es el club de sexo más hospitalario de edades y de corporalidades de Argentina. Realmente, una postal nueva en la galaxia de la joda gay. Homo Sapiens está situado en el barrio de Almagro. A diferencia de otros saunas o dark rooms que están en el centro, pareciera no ser de especial atractivo para el turismo internacional, aunque sí asisten visitantes de las provincias y de los países vecinos. Respecto de la composición social de los habitués se nota otra diferencia con respecto a aquellos: aquí se congrega gente de todas las clases sociales. Basta con ponerse a hablar. El buscador de imágenes recuerda, entre los más viejos, haber conversado con señorones arquitectos con casaquinta, docentes a punto de jubilarse, peluqueros de toda la vida, enfermeros, ex transformistas de viejos cabarets, empleados bancarios y empleados estatales, varios de ellos con la jubilación mínima. Entre los más jóvenes hay muchachitos que trabajan de seguridad, electricistas, empleados de albañil, cajeros de una conocida cadena de supermercados francesa, docentes de todos los niveles educativos, y varios desocupados.
El precio de la entrada es menor al de la mayoría de las cadenas de cine, factor clave para que los domingos por la tarde –literalmente– el lugar se llene y cerca de las 17, durante la primera quincena del mes, haya que hacer cola para entrar.
LA EDAD PROMEDIO
El buscador de imágenes, de cuerpos, de relatos es un busca en el más esperanzado sentido de la palabra. Suele sentarse y pensar la edad de cada una de las personas con toallita que desfilan delante suyo: las edades van desde los 25 a los 80 años y el promedio debe ser un poquito inferior a los 55, aunque a veces piensa que puede estar cerca de 60, ya que hace sus cuentas desparramado en los sofás del segundo piso, al que varios asistentes no se aventuran por las limitaciones físicas propias de la edad (bastante esfuerzo hacen para llegar hasta el primero, donde están los toalleros y los lockers). Ayer, para asegurarse de los números, se acercó a un conocido suyo de los años 90: él se inclinaba por el promedio superior. “Imaginate… si yo tengo 55…”.
Observo las corporalidades: señores sesentones que ostentan canas en hermosos pectorales aún trabajados en el gimnasio, conviven con señores de tetas caídas con cotizados pezones y panzas orgullosas reacias a encontrar límites; muchachos con espaldas aún esbeltas se cruzan con espaldas arqueadas, un tanto jorobadas; locas que entran raudamente en la zona más hot del lugar llegan más rápido que otras contemporáneas que tienen más ganas pero que necesitan agarrarse de la baranda de la escalera, subiendo trabajosamente escalón por escalón.
Y también, observando a esas personas, es imposible no ver cicatrices, várices y rengueras, signos de que el tiempo no para y ya expuso a esos cuerpos a sucesivos problemas de salud que, a propósito, suelen ser animados temas de conversación en el espléndido bar de la planta baja.
Quienes gustan tener sexo lejos de la suavidad de las sábanas y fuera de su casa seguro notarán la singularidad: nunca existió un lugar como este, donde los mayores de todo tipo son amplia mayoría. ¿Cómo se convirtió en eso? Es una buena pregunta que hace pensar en los profundos cambios que atraviesan las comunidades homosexuales.
A veces percibo que hay que pensar todo de nuevo. Eso me excita como sociólogo. Me encanta que la realidad ponga en jaque algunos argumentos que elaboró en y para otro tiempo.
VISITA GUIADA
El lugar tiene una forma rectangular profunda y se esparce en tres plantas que ofrecen múltiples posibilidades que los viejos, los mayores y los muchachitos saben combinar: desde el sexo (solitario, de a dos, o en grupo, en la luz o en la oscuridad), pasando por la sociabilidad conversacional de los pasillos, los sofás o el bar, incluyendo una terraza para mostrar las arrugas al sol y, por supuesto, el sauna propiamente dicho (húmedo y seco), paradojalmente, el lugar menos usado porque es el menos promisorio en términos de acción sexual.
Para dar con la escalera que lleva al primer piso, los clientes deben pasar por el bar que se extiende largamente desde un espeso telón de entrada (que vuelve invisible al puticlub desde la calle) hasta una pantalla gigante, donde los domingos se ve fútbol. A la izquierda, en una sola fila, están las mesas, y a la derecha la barra. En el trayecto se pueden observar varias escenas. Parecen mundos dentro de ese mundo.
Por ejemplo, hay un grupo “consolidado” de cuatro o cinco viejos que cultiva un repertorio de cantantes españolas, onda flamenco. Cantan y bailan. Quien entra puede ser destinatario de algún que otro piropo o algún gesto de deferencia. Tienen la re onda. Un día, uno de ellos (no usaba toalla, estaba en suspensor) se acercó, llevó una rodilla al piso, besó la mano del buscador, y le dijo, con voz de alcohol: “Bienvenido, mi rey. ¿Vas a bajar a tomar algo después?”. En la mesa siguiente se puede armar una tertulia algo más social, la sospecha se relaciona con que en la mesa no hay alcohol y sí, café, anteojos y el diario de más tirada de Argentina. Otro mesa aloja una escena romántica: dos viejos, o un viejo y un muchachito (cerveza o champagne en el medio) festejando el amor de una tarde, haciéndose mutuamente reportajes de recién conocidos, ideales para decir esas mentiras que gustan y no hacen daño. También alguna que otra promesa y, creo, alguna que otra transacción más mundana. Otra mesa reúne a señores conocidos de ahí adentro con una finalidad informativa: el bar, al ser la única forma de entrada, es un buen mirador para ver la gente que entra, activar las fantasías y, luego, buscar sobre alguna base segura en los pisos superiores, donde la luz es escasa. Comparativamente, los integrantes de esas mes as hablan menos. Aunque pocas, también hay mesas unipersonales con muchachos jóvenes sin más compañía que la Notebook o sus celulares. Salvo cuando irrumpen los sonidos flamencos (que igual se agradecen), en el bar existe un delicioso tono medio de conversación. Parece mentira que exista el mundo afuera.
En el primer piso están los toalleros, quienes entregan la llave de un locker, las toallas y las ojotas. Llega el momento en que hay que despojarse de la ropa civil y prepararse para la aventura de la desfiguración. Hay diferencias en los preparativos entre los muchachos jóvenes, los mayores, y los viejos. Los primeros, casi sin excepción, usan las ojotas que les dio el toallero. Los otros no, desconfían: como en algunas zonas el piso está mojado, temen resbalar y caer, y vienen de sus casas provistos con sus propias ojotas o esas zapatillas de plástico con tirita en el talón que tienen agujeros en la parte superior. En realidad, son precavidos mucho más que respecto de una posible caída. Vienen con más provisiones. Se los puede ver abandonar los lockers y salir hacia la aventura con una riñonera que, a veces colocan convencionalmente por encima de la cintura, y otras veces convierten en una módica cartera que cuelgan de los hombros. El cronista no ha llegado a ver qué llevan adentro aunque estima, a juzgar por el bulto, que la provisión ha de ser variada y no convencional porque una vez le convidaron poppers.
Ya con el torso al descubierto y rumbo a la aventura, en el camino se van produciendo reencuentros entre los habitués, que suelen estar codificados. Por ejemplo, Carlos, un cantante de tangos de aquellos, estupendo a sus setenta y tantos, me da la bienvenida con alguna imitación de Susana Rinaldi, en la que enfatiza sus gestos de por sí grandilocuentes. Nos quedamos hablando como podemos porque otros saludos igual de efusivos interrumpen la conversación. O puede suceder que Roberto, un muchacho muy mayor (si es que logra reconocerme) diga con voz altisonante: “¡¿Qué sabes tú lo que representa un vestido nuevo para una muchacha?”! Es petisito, tiene el cabello níveo. Hace gestos parecidos a la actriz que preguntaba “¡¿Adónde está mi amiga?!”en “Esperando la carroza” aunque en realidad, imita a Mecha Ortiz en “Las furias”. El buscador de imágenes se derrite con la escena, el viejo divino se le acerca, le da un beso y dice: “¿Cómo te va, querido?” (Roberto suele integrar el grupo flamenco). Y seguro que en el camino también aparece una pareja de muchachos más jóvenes -habitués sarmientinos, macanudísimos- que siempre felicitan al buscador cuando aparece en el Suplemento SOY o le preguntan extrañados por qué no salió algo suyo cuando algún acontecimiento sacudió la agenda gay. Y también otro señor de lo más coqueto, con una piel envidiable, siempre con el color justo del cabello, que también le pregunta por el suplemento. Recuerdo que un día me cruzó, me pidió que lo espere, fue al locker y me trajo de regalo el DVD de “Querelle de Brest”.
Llegado un momento se terminan los saludos. Algo empieza a suceder, los cuerpos empiezan a sentir un irresistible tropismo. Más temprano que tarde todos terminan en el epicentro del sauna que se encuentra en el segundo piso. Se trata de dos cuartos contiguos en los que prima el sexo en público y en uno de ellos una oscuridad casi total. Allí ocurre algo difícil de explicar: muchos se convierten en desconocidos y, al mismo tiempo, muchos se comportan como si fueran conocidos. Es como si se entrara en otra dimensión, en una burbuja donde los atributos individuales (eso que nos hace distinguibles) empezaran a declinar y comenzara a primar algo más básico y desfigurado; algo más colaborativo que estaba no tan en el fondo de los asistentes. Entonces las cosas resbalan y fluyen. Y la nave va.
Los viejos putos permanecen, parecen estar a la espera. El cuarto más oscuro es casi un cuadrado que tiene asientos colectivos que ocupan tres de los cuatro lados. Sentados allí parecen espectadores que aguardan el inicio del espectáculo que está por comenzar en ese escenario que está a ras del suelo. El silencio y la oscuridad inflan la expectación.
Cada tanto aparece un chongo que parte la tierra: glúteos de mármol, pelambre simétrica, hombros de marinero (con tatuaje incluido), pelado, un tanto gordito, macizo. Aún en la oscuridad es posible divisarlo por la luminosidad de la pelada. Todos se encienden, pero los viejos particularmente. Algunos se levantan de la platea porque quieren ser parte del espectáculo. Se acercan y meten mano. A veces el coloso las retira. Entonces vuelven a sentarse y recuperan la condición de espectadores. El buscador se pregunta cuánto podrán ver más allá del brillo de la pelada. Cree que poco. Sin embargo siguen con la mirada clavada en ese magma de cuerpos imantados por el gladiador. Tal vez -piensa- ese magma funciona como una pantalla que les sirve para recordar otras escenas que sí los tuvieron como protagonistas cuando eran jóvenes. Seguro que algunos fueron igual de bellos.
YA VIENE EL CORTEJO
Un espectáculo de direccionalidad inversa es otra posibilidad: pueden verse a los muchachitos merodeando a los mayores. El ritual del cortejo, en ocasiones, dura más de lo que quisieran los interesados. Se estima que el problema es visual: los viejos –literal– no ven a los pendejos que andan detrás de ellos perforándolos con los ojos. Y ello sucede porque dejan los anteojos en el locker. Por lo tanto, a los pendejos se les hace necesario pasar a la acción más directa: deslizar la mano encima de la toalla. Un día, el buscador salió del lugar con una imagen de película: un cotizado muchachito que nunca se sacaba las medias de futbolista, descansaba luego del encuentro de los cuerpos, acurrucado en el pecho peludo de un viejo, haciéndole rulitos con el dedo.
Qué pena cerrar esta crónica. Hace más de diez años, Raúl (un entrevistado) le confesó al buscador de imágenes que la vejez gay significaba para él el coming-in (sic). Sentía que el peso del juvenilismo de la cultura gay y la ideología social del viejismo lo obligaban a enclaustrarse en su casa. Probablemente quienes lleven décadas de visitas a los antros gays inaugurados desde la reapertura democrática (saunas, dark-rooms, cines porno) coincidan en pensar que el testimonio de Raúl representaba una cuota grande verdad relativa a la realidad social de los viejos homosexuales. En esos lugares no se los veía o eran notoria minoría.
A contrapelo, el lugar que el buscador describió recién, insiste para que se lo vea como una auténtica “contra-cara” y como una forma de disidencia corporal y sexual que desafía afianzadas zonas confortables del pensamiento.
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